martes, 24 de julio de 2012

Los huérfanos de la guerra

Por: Juan M. Cárdenas / publicado el 15 de marzo del 2012 en El Siglo De Durango / Durango, Dgo.

Entre el 50 y 80 por ciento de los niños que perdieron a sus padres por violencia, abandona sus terapias.


A sus siete años, Natalia ya no dibuja castillos ni princesas: ahora retrata las tumbas de un panteón que lleva tatuado en el recuerdo. Una de ellas es la de su papá. Luego toma otra hoja y garabatea figuras de hombres armados, como los que lo asesinaron. Aunque no los conoce ni los ha visto jamás, plasma a esos emisarios del demonio que hace dos semanas le mataron a su máximo amor y que la tuvieron tres madrugadas mezclando lágrimas y tinta hasta acabarse una libreta a la que convirtió en su confidente del dolor. Dibuja la escena del crimen; después el funeral; a su papá en el féretro. Era policía. Así desahoga su coraje y su tristeza. Recuerda bien la hora en que lo mataron, a qué hora les avisaron y qué estaba haciendo cuando supo que su papá se había ido al cielo.

En su silla, frente al escritorio, Erick se ve más chiquito de lo que es. Tiene diez años, pero las vigilias y el desinterés por comer desde que desapareció su héroe, lo hicieron bajar de peso y lucir una cara que hace dos años no tenía. Un día su papá simplemente ya no volvió. Hace un año que alguien le arrebató a su ídolo, su compañero de juegos, su cómplice, a su policía. Porque su papá también era policía. No duerme bien porque cada noche que escucha que un automóvil se estaciona afuera de su casa, se asoma por la ventana para ver si es su papá; pero su corazón se estruja cuando descubre que la vida no se lo devuelve. Sus lágrimas son una mezcla de odio y tristeza; por eso dice que quiere ser grande, para matar a quienes se llevaron a su papá.

Manuel habla apenas lo necesario mientras juega con las mangas de la sudadera y balancea los pies sobre la silla. Cree que pudo haber hecho más, que su voz apenas audible pudo mover el destino y convencer a su papá de no salir de casa esa tarde del año pasado en que desapareció. Es el menor de tres hermanos. Odia al Gobierno y todo lo que lo representa porque no le devuelve a su papá. Se refugia en sus amigos que le ofrecen drogas y deja las terapias apenas después de cuatro sesiones. Tiene 12 años.

Estos testimonios convergen en un eco de soledades que resuena porque todos están marcados por la misma pena: son niños que quedaron huérfanos a causa de la violencia que se pasea cínicamente por colonias, fraccionamientos y poblados de todo Durango, y que acuden a terapias en diferentes instituciones para que les ayuden a procesar su dolor del alma.

En el Estado nadie tiene cifras exactas sobre la cantidad de niños que han quedado huérfanos a causa de la guerra del Gobierno Federal contra el crimen organizado y del consecuente conflicto entre cárteles, pero no son pocos.

De acuerdo a las estadísticas anuales de El Siglo de Durango, entre enero de 2006 y febrero de 2012 han sido ejecutadas más de tres mil 300 personas en esta entidad. La base de datos de la Presidencia de la República sobre fallecimientos ocurridos por la presunta rivalidad delincuencial, estima que poco más del 90 por ciento de los ejecutados por esta causa eran hombres; el 46 por ciento tenían entre 21 y 50 años de edad.

La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) cuenta con registros de 146 personas desaparecidas del 2006 al 2011 en diferentes regiones del Estado, sin contar la "cifra negra" de casos no revelados y cuya magnitud nadie conoce. Los datos oficiales de la Fiscalía General del Estado revelan además que hubo 197 secuestros denunciados entre enero del 2006 y enero de este año.
Cada semana, la impredecible vorágine de violencia hace que más princesitas se queden sin su primer príncipe azul y que otros superhéroes pierdan a sus compañeros de aventuras; estos huérfanos saben más de panteones y funerales que de la propia vida. La gran mayoría escapa de los registros gubernamentales, debido a que son criados por su madre, abuelos, tíos o hermanos; por ello no necesariamente llegan a orfanatos, como lo afirma Lucero González Hermosillo, procuradora de la Defensa del Menor, la Mujer y la Familia del DIF Estatal.

Testigos silenciosos
Ricardo se veía cansado y desorientado cuando llegó a su primera terapia porque vio a su padre decapitado. Lo atormentaban las pesadillas y tronaba en llanto cada madrugada, por eso no dormía bien.

Cuando conciliaba el sueño era muy inquieto; "un remolino" decía su abuelita, quien se tuvo que hacer cargo del niño porque la mamá se fue de la ciudad cuando supo que le habían matado a su esposo.

Entonces el enojo se multiplicó: ya no era solo porque mataron a su papá sino porque su mamá también lo abandonó; por eso quería matar, para vengarse de quienes le cambiaron la vida a sus siete años con la facilidad de quien aplasta una hormiga.

"Cualquier niño que pierde a un progenitor antes de los 15 años, tiene 90 por ciento de probabilidades de ser un adulto depresivo (...) Pero cuando tiene una pérdida de forma violenta e inesperada, automáticamente sufre depresión infantil", advierte Rosa Oralia Tapia, ex directora del Instituto de Salud Mental del Estado de Durango (ISMED), quien atendió directamente a Ricardo.

Cuando estos corazoncitos destrozados llegan con sus terapeutas ya sufren terrores nocturnos, excesiva sudoración de las manos, lloran sin motivo aparente, se tornan agresivos, son hiperactivos o demasiado aislados; llegan a orinarse mientras duermen, se muerden las uñas incluso hasta el sangrado, además de la ansiedad que le impide concentrarse, poner atención en las clases y sufren de altos niveles de tensión, lo que a su vez los expone a convertirse en drogadictos como vía de escape a estos síntomas.

Dependiendo del caso, también los atormenta el miedo a salir a la calle o a que lleguen "los malos" y les quiten también a su mamá y sus hermanos. Soportan miedos más pesados que ellos; terrores que los persiguen a cada rincón, aún despiertos.

La pobreza también consumió a Ricardo, no porque lo agobiaran las carencias de la casa, sino porque su abuelita no pudo llevarlo más a las terapias en el ISMED, a pesar de que las consultas eran gratuitas y en ocasiones les regalaban el medicamento; pero no les alcanzaba ni siquiera para pagar los traslados.

Dolor marcado
El Instituto de la Mujer Duranguense está en un complejo de oficinas de la calle Zaragoza, a donde recurren niños y mujeres que han sido víctimas de diferentes tipos de violencia. La psicóloga Luz Elena Flores le pregunta a Miguel:

¿Cómo estás?
"A qué me traen aquí, ¿van a venir también por mí?", contesta enojado el niño de diez años mientras entra al consultorio lúdico, que no es mas que un salón adornado con personajes de caricaturas y películas, y rodeado de juguetes de todo tipo. Todavía extraña a sus hermanos que fueron "levantados" y de los que no se supo más.

Busca un lugar apartado y encuentra un juguete que su imaginación convierte en una pistola; luego encuentra otro y entonces ya son dos armas imaginarias las que trae en sus manos. Sus padres platican que la ira incontenible por la desaparición de sus hermanos la escupe incluso contra ellos, reclamándoles porque no hacen algo por encontrarlos. Miguel subió de peso en cuestión de días debido a que su ansiedad la desahoga comiendo y ya no quiso ir a la escuela; qué bueno, porque la violencia de la que fue víctima la empezaba a descargar contra sus compañeritos.

"Déjame salir", exige el niño de pronto mientras se levanta intempestivamente de la sillita y aguza el oído para escuchar el aullido de las sirenas de patrullas que pasan por el bulevar.

¿A qué quieres salir?
"Voy a partirles su madre", contesta envalentonado Miguel mientras cierra los puños y contiene el coraje contra quienes no han podido regresarle a sus hermanos.

"Pero si agredes, va a haber sanciones también para ti aunque seas niño; tienes qué ser respetuoso con los demás"

"Ellos no saben de respeto y si les rayo su madre no van a hacer nada", dice Miguel mientras confronta luego a la psicóloga.

¿Y por qué crees que no te van a hacer nada?
"Si no hicieron nada porque se llevaron a mis hermanos, ¿tú crees que van a hacer algo porque yo les raye su madre?", rezonga el niño mientras vuelve a su lugar porque las patrullas ya no se escuchan. Cree que se le fue la oportunidad de enfrentar a una autoridad que no le ayuda a diluir ese veneno que le corroe su alma tierna.

Luz Elena está por conformar un grupo de diez niños huérfanos para incluirlos en una terapia grupal, por lo pronto los atiende de manera individual. Explica que el hecho de que Natalia, su paciente, dedique horas a dibujar la muerte de su papá se debe a que la magnitud del dolor que siente es tan grande que no alcanza a expresarlo con palabras, sólo lo plasma en decenas de hojas. Encierra también una negación a salir adelante porque su papá era todo para ella.

Cada niño desahoga su dolor de forma diferente, dependiendo de la textura de su corazón. Ángela tiene sus momentos de tristeza marcados en el cuerpo. Su papá un día salió de casa y nunca volvió, simplemente desapareció. Cada vez que la ahogaba esa pena producida por la ausencia de su padre, tomaba una navaja y se hacía una cortada en el brazo. Pensaba que nadie de su entorno la comprendía y que convirtiendo la tristeza en sangre y dolor, podía procesar mejor la soledad. Sin él, Ángela ya no encontró la alegría que la hacía levantarse para terminar la primaria. De pronto el agobio se convertía en ira y entonces explotaba con patadas y puñetazos contra su mamá. Tres meses después las cosas van cambiando. Ahora la niña de diez años sabe manejar sus emociones y desahogarse de una forma diferente a la auto flagelación, incluso ya imagina cómo será estudiar en la secundaria.

Es tanto el deseo de recuperar esa parte tan importante de sus vidas, que fantasean con que sus papás regresan. Iván, de 10 años, llega emocionado con Luz Elena y le platica que su papá ya va a regresar, que hablaron por teléfono a su casa para decirle a su familia que estaba internado en un hospital, que ya lo iban a dar de alta y que va a hacer una fiesta para recibirlo. Luego el niño se voltea y se le desdibuja la emoción del rostro, sabe que eso no es verdad. Se sienta a jugar en la mesita para desahogar su realidad y olvida ese sueño que le desgarraría la fortaleza a cualquiera.

Doble luto
En la mayoría de los casos, los niños enfrentan una doble pérdida. Eso a lo que algunos especialistas llaman el "doble luto". No es solo la desaparición o la muerte del papá, sino que la mamá se desploma en una profunda depresión que les quita las fuerzas hasta para bañar y alimentar a sus hijos, incluso de preguntarles cómo están.

Netzahualcóyotl Serrato Aguilar, psicólogo del Centro de Atención a Víctimas del Delito, dice que las viudas se enfrentan a la falta de dinero para pagar la alimentación, gastos del hogar, la escuela de los niños y las deudas que enfrentaba la pareja. Son aflicciones que les quitan el sueño, les retumban con dolor de cabeza, les tensan los músculos y pierden las ganas de comer; pierden el control y explotan en gritos de coraje por cosas irrelevantes. Todo se multiplica cuando nunca vieron el cadáver, cuando su esposo desapareció. Sueñan con él y se resisten a sentir un duelo.

Sandra Luz Guerrero, directora del ISMED y especialista en temas de violencia, coincide en que esas manifestaciones se deben a los desquiciantes trámites que tienen que realizar tras la pérdida de sus esposos, a los problemas económicos que esto les arroja encima y, si se trata de familiares de algún desaparecido, por enfocar todas sus energías y recursos en dar con el paradero de la víctima. En todos los casos, los niños y los traumas generados por la violencia son relegados a segundo término.

Esa ausencia afectiva es lo que más daña a los niños.
 
Semilla peligrosa
"La vivencia de la violencia que tienen estos niños es un problema que, si no atendemos, nos va a explotar como bomba; peor que la situación en la que vivimos actualmente. Los niños internalizan la violencia y empiezan a generar sentimientos de rechazo a la sociedad en la que viven, a los sistemas de gobierno, de la policía, crecen con rebeldía y con un deseo de venganza que hace que sean presas fáciles para los grupos de delincuencia organizada", alerta Teresa Payán Bustamante, recién premiada como Mujer del Año por su labor en defensa de los derechos de la mujer y los niños a través de asociación civil, Fundación Infantil Semilla.

Con diez años dedicada a ayudar a niños en situación vulnerable, ella aprendió que en la mayoría de los países en guerra se diseñaron programas de atención para las viudas y los huérfanos; pero particularmente en Durango se ha tenido que ir aprendiendo sobre la marcha, en medio de desórdenes de todo tipo y con las consecuencias de no tener una reacción oportuna por falta de previsión.

La Fundación Infantil Semilla ubicó una serie de colonias que concentraban altos niveles orfandad a causa de la violencia e instaló una Casa de Día, en la que ofrece terapias psicológicas y atención médica, además cursos y talleres impartidos por voluntarios, en los que los niños encuentran alternativas de distracción en lugar de vagar por la calle. Todo esto con las evidentes limitaciones de trabajar con recursos propios y con la invaluable aportación de los voluntarios.

A Luz Elena Flores también le preocupa que los niños que quedaron huérfanos a causa de la violencia no reciban la atención terapéutica adecuada, ya sea por falta de dinero en la familia o por minimizar las repercusiones que sufren, creyendo que los niños no se dan cuenta de lo que pasa. Por eso todas las instituciones que participaron en la elaboración de este material, coinciden en la urgencia de implementar políticas para atender a esos pequeños huérfanos y para que no abandonen sus tratamientos.

Los 'ejércitos' de la calle y el fracaso del sistema

Historias de algunas de las decenas de personas que se ganan la vida limpiando carros y parabrisas

Julio dice que le gustó la calle desde que era niño. Por eso dejó los estudios, la obra y el cuidado materno cuando tenía siete años. Ni siquiera llegó al segundo año de primaria. Abandonó la aritmética y las sílabas así como su papá lo abandonó a él, a su hermano y a su mamá hace 21 años para irse con otra familia a Tijuana o a Tecate, ya no sabe ni a donde; desde entonces trabaja en la calle. Julio prefiere un crucero céntrico y apenas sobresale entre los coches con su metro 60 de estatura. Camina entre los vehículos y ya distingue cuáles son las camionetas y los carros a los que no debe acercarse si quiere seguir viviendo. 
Cuenta que un medio día de verano de hace dos años frotó con el "mechudo" una camioneta que se paró en el semáforo, el conductor se enfadó y bajó de la troca y le apuntó con su pistola en la frente. Julio sudó de frío, a pesar del calor. "No quiero que vuelvas a hacer eso, oíste", le dijo el empistolado y se fue. Le perdonó la vida. Julio también se fue de ese crucero para no volver jamás. Desde entonces le tantea a cuáles automóviles acercarse y con cuáles es mejor no meterse.
Usa gorro aunque no haga frío. Entre los pliegues esconde un par de cigarros que se chupa en los ratos de relax, aunque acepta que su trabajo es dinero fácil pues gana más como limpia parabrisas y franelero que como albañil, sin partirse la espalda ni aguantar patrones que le den órdenes. Al final del día suele embolsarse unos 200 pesos pero solo sonríe cuando se le pregunta cuánto de ese dinero le da a su mamá.
Mientras cuenta su historia, no deja de repetir que "está dura la crisis". Dice que fuma marihuana todos los días pero nunca mientras trabaja.
"Yo veo que a veces ahí andan unos morros bien locos en los cruceros y por eso la gente nos ve mal. Por uno la llevamos todos. Yo no. Me acerco con la gente y si quieren que les limpie el carro pues sobres, si no ni modo". Voltea a cada rato a mirar los carros a ver quien requiere su servicio. Nadie lo solicita. Luego cuenta que entre los grupos de limpia parabrisas y franeleros hay broncas y que una vez a uno casi lo queman vivo en plena avenida.
Vive en una casa de renta, en la colonia Azteca. Su hermano es un año mayor que él y también trabaja en la calle, solo que en otro crucero y lanzando fuego.
"Yo tenía una morra pero ya hace mucho de eso. Hay unos que andan en la calle y hasta con los hijos cargan; eso no se me hace justo porque la obligación de mantenerlos es de los papás, no tienen por qué navegar a los niños". Además asegura que él nunca ha hablado con nadie del gobierno ni le han ofrecido trabajo alguno.
Dice que cuando tenga hijos los va a mandar a la escuela. En su mochila carga un limpia vidrios, una esponja y las latas de aluminio que recoge en las calles para vender por kilo. Sus manos huelen a aceite y pocas veces fija la mirada en los ojos del reportero.
"Ya estuvo", dice sin más. Guarda las cosas en la mochila y se despide chocando la mano y el puño con los compas. Se enfila hacia Dolores del Río para pasar por su hermano, como siempre, a las seis de la tarde y juntos se van a la casa en taxi.

      ***

A sus 32 años no tiene patrimonio, pero lo motiva trabajar para que no le falte comida a su hijo y a su esposa. La imagen de El Rambo dista mucho del personaje cinematográfico de un soldado con camiseta de barras, botas militares y pañoleta alrededor de la cabeza. Éste usa casco de constructor y bastón; limpia carros en un crucero. Dice que gana lo suficiente para que no le falte comida a su familia, pero su enfermedad ya le dejó su cara cobriza llena de cicatrices.
El Rambo se llama Jesús y lleva 12 años comiendo y pagando sus gastos con lo que la gente le da en la calle, a donde tuvo que salir a trabajar para mantener a su esposa. Ese es también el tiempo que lleva casado con Guadalupe. Si para una persona que goza de cabal salud es complicado encontrar trabajo, lo es aún más para un hombre que sufre de ataques epilépticos y padecimientos motrices. Por eso Jesús trabaja en la calle y por eso los automovilistas y peatones le dicen El Rambo, aunque en varias ocasiones han tenido que ayudarlo a levantarse porque tiene una lesión en la rodilla derecha, la cual soporta en un bastón de aluminio.
No sale de su casa sin el casco, pues éste le protege la cabeza en caso de que la epilepsia lo traicione y su cuerpo de 1.70 metros se convulsione en plena calle. Incluso rara vez se baja de la banqueta, normalmente los conductores estiran la mano para darle alguna moneda a cambio de nada. Los policías, lava coches y comerciantes ya lo identifican porque se convirtió en parte del panorama cotidiano de Las Alamedas.
Con hablar lento y a veces inaudible, El Rambo dice ser pariente lejano de los Pérez, esos que según el corrido fueron asesinados en 1911 y cayeron a la tierra formando una cruz en algún lugar ya olvidado. "Yo no soy como los otros, no me drogo ni fumo ni me gusta pelear; lo único que tomo es refresco", dice mientras enseña un envase de Coca Cola. Su ganancia en los mejores días asciende a 150 pesos y trabaja de diez de la mañana a ocho de la noche. Cuando termina, guarda el "mechudo" en su morral con la estampa de Piolín y se sube al camión que lo lleva a su casa, allá por el norte de la ciudad.
El escenario que describe El Rambo estremece: dice que su papá le grita que ojalá se muera, a veces lo golpea y si su mamá intercede por él, también la agrede; narra que ha llegado a quitarle el dinero que gana en el día. Su enfermedad le impide defenderse pero no le queda de otra, sigue ahí porque no tiene a dónde ir; descarta a sus hermanas como opción y también a su suegra. Por eso le duele no tener casa ni un trabajo con salario fijo para ofrecerle a su hijo. Asegura que el DIF nunca se le ha acercado para ayudarlo.
A pesar de trabajar en el frío y de mal comer, está contento porque hace tres semanas que no le dan ataques.

***

Javier tiene los ojos claros pero su futuro no tanto. A sus 20 años de edad es papá de dos niños y está casado. Cuando no trabaja construyendo puentes en la supercarretera, está en el crucero limpiando carros con el "mechudo". "Me gusta porque pues salgo temprano y nadie me anda mandando, como en la obra. Es que no me gusta que me manden", dice con toda serenidad.
Pero esa anarquía aún adolescente contrasta con una extraña disciplina laboral: todos los días empieza a trabajar a las siete de la mañana, aún cuando está helando. El peinado de pelos parados y aretes en ambas orejas le dan un toque aún más rebelde a su delgada figura. Aún así dice ser una persona tranquila que obedece cuando un automovilista le dice que no quiere que le limpie su carro.
Un compa lo invitó hace dos años a trabajar en la calle. Eso fue para cuando acababa de nacer su segundo hijo, quien es apenas un año menor que el primero. "A veces me voy a trabajar en la sierra, del lado de Sinaloa, con mi suegro; pero está pesado allá, es de durar 15 días sin bajar. He durado hasta un mes y pues, se me hace gacho".
Javier no vuelve a la casa con menos de 150 pesos, dice que es "lo de raya". Pero tampoco es raro cuando se marcha con 400 pesos en la bolsa. Esos son los mejores días. En pleno camellón, al lado de una de las decenas de palmeras que un gobernante legó hace un lustro, dice que lo más común es que sean los propios conductores quienes los agredan a ellos echándoles el carro y gritándoles, estos son los únicos casos en los que Javier contesta las groserías. "Pues es que también a uno lo hacen enojar y no nos dejamos, pero no somos así".
Platica que la única droga que prueba es el tabaco; pero le es cotidiano ver a los demás limpia parabrisas y franeleros sentarse en la sombra para fumar "mota" o pegarle al "chemo". Pero siempre que hacen eso se los lleva la policía. Javier comparte el crucero con Armando, un adolescente de 16 años a quien expulsaron de la secundaria por no estudiar; ambos viven en la Morga y suelen almorzar en un puesto de birria que está a un lado del semáforo donde siempre se ponen. Coinciden en que del DIF nadie se les ha acercado para ofrecerles trabajo y que solo les entregaron unos volantes con números de teléfono donde nunca contestan y, aunque les prometieran otra chamba, todavía pensarían si les conviene.
A la una de la tarde, Javier guarda su material de trabajo en la mochila y se emociona por volver a casa tras seis horas de trabajo en donde él es su propio patrón. El sol apenas empieza a calar y ya se saborea la comida que Érika, su esposa, le tiene preparada pues dice que para eso es él quien sale a trabajar y, mientras se mira las manos oscuras, recalca que sus hijos sí van a ir a la escuela. Javier solo terminó la secundaria.
"Es que en serio que trabajar en la calle es un vicio, ya cuando uno está aquí y empieza a ganar dinero ya no se quiere ir. Lo que en la obra le pagan a uno en una semana, aquí lo puede sacar en un día", dice con una sonrisa de satisfacción y despedida.

***

Detrás de los anteojos de una investigadora, está la mirada de quien está convencida de manera rotunda de que la existencia de limpia parabrisas y franeleros no es más que el reflejo de los errores, desinterés e ineficacia de todos los niveles de gobierno. Los de ahora y los de antes.
Rocío Guzmán Benavente es catedrática de la Escuela de Psicología de la UJED. Sus investigaciones en Evaluación e Investigación en Psicología Social la han llevado, junto con algunos de sus estudiantes, a los polígonos de pobreza de la ciudad, que es como los programas asistenciales de gobierno definen a las colonias pobres y conflictivas.
En su oficina con repisas atiborradas de libros de Comunicación y Psicología, aroma a café y dos calculadoras sobre el mismo escritorio, Rocío Guzmán explica que estos grupos son la consecuencia del excesivo paternalismo que creó una estructura político-ideológica que únicamente obedece a intereses para el control del poder.
"Por un lado (es la consecuencia) de cómo se ha asumido este paternalismo y de cómo ha obedecido a intereses de los grupos de poder: por un lado el político sin mantenerse en el poder y definir un proyecto histórico que obedece a ciertos grupos, en este caso un partido que duró 70 años en el poder y hoy el supuesto 'cambio' que no nos ha llevado a ningún lado", dice la catedrática de la Universidad Juárez del Estado de Durango.
Durante la entrevista, las manos de Rocío Guzmán van y vienen mientras expresa ideas y ofrece ejemplos del verdadero problema social ocasionado por la pobreza; de pronto, sus manos forman un círculo como si encerrara lo que considera otro aspecto importante en la proliferación de limpia parabrisas y franeleros en Durango: "en cuestión económica, no tenemos una clase empresarial que, a diferencia de otros estados, pudiera definirse como separada en cierta forma de la estructura política, al contrario, está articulada; obedece a los intereses políticos".
Dice que los problemas familiares críticos, dificultades económicas y deserción escolar, son los aspectos centrales en la definición de dicha trayectoria de vida, que junto con enrolarse a la delincuencia organizada y al narcomenudeo, se convierte en la única alternativa de sustento para los adolescentes, jóvenes y adultos que luego tienen que ganarse la vida en una esquina bajo los semáforos.
La expresión de su rostro refleja poco optimismo cuando se le cuestiona la manera de solucionar la problemática económica, social, educativa y laboral que propicia la existencia de dichos grupos. Explica que por la manera como se ha gobernado México en las últimas décadas, es difícil encontrar una solución.
Refiere experiencias aplicadas en Centroamérica que implican la concientización del problema por parte de todas las clases sociales, incluyendo las más bajas; menciona a un psicólogo Jesuita que trabajó en El Salvador y comparte experiencias propias de sus investigaciones. Pero su conclusión no va tan lejos: mientras las políticas públicas no estén correctamente direccionadas, la pobreza no cederá.