Julio dice que le gustó la calle desde que era niño. Por eso
dejó los estudios, la obra y el cuidado materno cuando tenía siete años.
Ni siquiera llegó al segundo año de primaria. Abandonó la aritmética y
las sílabas así como su papá lo abandonó a él, a su hermano y a su mamá
hace 21 años para irse con otra familia a Tijuana o a Tecate, ya no sabe
ni a donde; desde entonces trabaja en la calle. Julio prefiere un
crucero céntrico y apenas sobresale entre los coches con su metro 60 de
estatura. Camina entre los vehículos y ya distingue cuáles son las
camionetas y los carros a los que no debe acercarse si quiere seguir
viviendo.
Cuenta que un medio día de verano de hace dos años frotó con el "mechudo"
una camioneta que se paró en el semáforo, el conductor se enfadó y bajó de
la troca y le apuntó con su pistola en la frente. Julio sudó de frío, a
pesar del calor. "No quiero que vuelvas a hacer eso, oíste", le dijo el
empistolado y se fue. Le perdonó la vida. Julio también se fue de ese
crucero para no volver jamás. Desde entonces le tantea a cuáles automóviles
acercarse y con cuáles es mejor no meterse.
Usa gorro aunque no haga frío. Entre los pliegues esconde un par de
cigarros que se chupa en los ratos de relax, aunque acepta que su trabajo
es dinero fácil pues gana más como limpia parabrisas y franelero que como
albañil, sin partirse la espalda ni aguantar patrones que le den órdenes.
Al final del día suele embolsarse unos 200 pesos pero solo sonríe cuando se
le pregunta cuánto de ese dinero le da a su mamá.
Mientras cuenta su historia, no deja de repetir que "está dura la crisis".
Dice que fuma marihuana todos los días pero nunca mientras trabaja.
"Yo veo que a veces ahí andan unos morros bien locos en los cruceros y por
eso la gente nos ve mal. Por uno la llevamos todos. Yo no. Me acerco con la
gente y si quieren que les limpie el carro pues sobres, si no ni modo".
Voltea a cada rato a mirar los carros a ver quien requiere su servicio.
Nadie lo solicita. Luego cuenta que entre los grupos de limpia parabrisas y
franeleros hay broncas y que una vez a uno casi lo queman vivo en plena
avenida.
Vive en una casa de renta, en la colonia Azteca. Su hermano es un año mayor
que él y también trabaja en la calle, solo que en otro crucero y lanzando
fuego.
"Yo tenía una morra pero ya hace mucho de eso. Hay unos que andan en la
calle y hasta con los hijos cargan; eso no se me hace justo porque la
obligación de mantenerlos es de los papás, no tienen por qué navegar a los
niños". Además asegura que él nunca ha hablado con nadie del gobierno ni le
han ofrecido trabajo alguno.
Dice que cuando tenga hijos los va a mandar a la escuela. En su mochila
carga un limpia vidrios, una esponja y las latas de aluminio que recoge en
las calles para vender por kilo. Sus manos huelen a aceite y pocas veces
fija la mirada en los ojos del reportero.
"Ya estuvo", dice sin más. Guarda las cosas en la mochila y se despide
chocando la mano y el puño con los compas. Se enfila hacia Dolores del Río
para pasar por su hermano, como siempre, a las seis de la tarde y juntos se
van a la casa en taxi.
***
A sus 32 años no tiene patrimonio, pero lo motiva trabajar para que no le
falte comida a su hijo y a su esposa. La imagen de El Rambo dista mucho del
personaje cinematográfico de un soldado con camiseta de barras, botas
militares y pañoleta alrededor de la cabeza. Éste usa casco de constructor
y bastón; limpia carros en un crucero. Dice que gana lo suficiente para que
no le falte comida a su familia, pero su enfermedad ya le dejó su cara
cobriza llena de cicatrices.
El Rambo se llama Jesús y lleva 12 años comiendo y pagando sus gastos con
lo que la gente le da en la calle, a donde tuvo que salir a trabajar para
mantener a su esposa. Ese es también el tiempo que lleva casado con
Guadalupe. Si para una persona que goza de cabal salud es complicado
encontrar trabajo, lo es aún más para un hombre que sufre de ataques
epilépticos y padecimientos motrices. Por eso Jesús trabaja en la calle y
por eso los automovilistas y peatones le dicen El Rambo, aunque en varias
ocasiones han tenido que ayudarlo a levantarse porque tiene una lesión en
la rodilla derecha, la cual soporta en un bastón de aluminio.
No sale de su casa sin el casco, pues éste le protege la cabeza en caso de
que la epilepsia lo traicione y su cuerpo de 1.70 metros se convulsione en
plena calle. Incluso rara vez se baja de la banqueta, normalmente los
conductores estiran la mano para darle alguna moneda a cambio de nada. Los
policías, lava coches y comerciantes ya lo identifican porque se convirtió
en parte del panorama cotidiano de Las Alamedas.
Con hablar lento y a veces inaudible, El Rambo dice ser pariente lejano de
los Pérez, esos que según el corrido fueron asesinados en 1911 y cayeron a
la tierra formando una cruz en algún lugar ya olvidado. "Yo no soy como los
otros, no me drogo ni fumo ni me gusta pelear; lo único que tomo es
refresco", dice mientras enseña un envase de Coca Cola. Su ganancia en los
mejores días asciende a 150 pesos y trabaja de diez de la mañana a ocho de
la noche. Cuando termina, guarda el "mechudo" en su morral con la estampa
de Piolín y se sube al camión que lo lleva a su casa, allá por el norte de
la ciudad.
El escenario que describe El Rambo estremece: dice que su papá le grita
que ojalá se muera, a veces lo golpea y si su mamá intercede por él,
también la agrede; narra que ha llegado a quitarle el dinero que gana en el
día. Su enfermedad le impide defenderse pero no le queda de otra, sigue ahí
porque no tiene a dónde ir; descarta a sus hermanas como opción y también a
su suegra. Por eso le duele no tener casa ni un trabajo con salario fijo
para ofrecerle a su hijo. Asegura que el DIF nunca se le ha acercado para
ayudarlo.
A pesar de trabajar en el frío y de mal comer, está contento porque hace
tres semanas que no le dan ataques.
***
Javier tiene los ojos claros pero su futuro no tanto. A sus 20 años de edad
es papá de dos niños y está casado. Cuando no trabaja construyendo puentes
en la supercarretera, está en el crucero limpiando carros con el "mechudo".
"Me gusta porque pues salgo temprano y nadie me anda mandando, como en la
obra. Es que no me gusta que me manden", dice con toda serenidad.
Pero esa anarquía aún adolescente contrasta con una extraña disciplina
laboral: todos los días empieza a trabajar a las siete de la mañana, aún
cuando está helando. El peinado de pelos parados y aretes en ambas orejas
le dan un toque aún más rebelde a su delgada figura. Aún así dice ser una
persona tranquila que obedece cuando un automovilista le dice que no quiere
que le limpie su carro.
Un compa lo invitó hace dos años a trabajar en la calle. Eso fue para
cuando acababa de nacer su segundo hijo, quien es apenas un año menor que
el primero. "A veces me voy a trabajar en la sierra, del lado de Sinaloa,
con mi suegro; pero está pesado allá, es de durar 15 días sin bajar. He
durado hasta un mes y pues, se me hace gacho".
Javier no vuelve a la casa con menos de 150 pesos, dice que es "lo de
raya". Pero tampoco es raro cuando se marcha con 400 pesos en la bolsa.
Esos son los mejores días. En pleno camellón, al lado de una de las decenas
de palmeras que un gobernante legó hace un lustro, dice que lo más común es
que sean los propios conductores quienes los agredan a ellos echándoles el
carro y gritándoles, estos son los únicos casos en los que Javier contesta
las groserías. "Pues es que también a uno lo hacen enojar y no nos dejamos,
pero no somos así".
Platica que la única droga que prueba es el tabaco; pero le es cotidiano
ver a los demás limpia parabrisas y franeleros sentarse en la sombra para
fumar "mota" o pegarle al "chemo". Pero siempre que hacen eso se los lleva
la policía. Javier comparte el crucero con Armando, un adolescente de 16
años a quien expulsaron de la secundaria por no estudiar; ambos viven en la
Morga y suelen almorzar en un puesto de birria que está a un lado del
semáforo donde siempre se ponen. Coinciden en que del DIF nadie se les ha
acercado para ofrecerles trabajo y que solo les entregaron unos volantes
con números de teléfono donde nunca contestan y, aunque les prometieran
otra chamba, todavía pensarían si les conviene.
A la una de la tarde, Javier guarda su material de trabajo en la mochila y
se emociona por volver a casa tras seis horas de trabajo en donde él es su
propio patrón. El sol apenas empieza a calar y ya se saborea la comida que
Érika, su esposa, le tiene preparada pues dice que para eso es él quien
sale a trabajar y, mientras se mira las manos oscuras, recalca que sus
hijos sí van a ir a la escuela. Javier solo terminó la secundaria.
"Es que en serio que trabajar en la calle es un vicio, ya cuando uno está
aquí y empieza a ganar dinero ya no se quiere ir. Lo que en la obra le
pagan a uno en una semana, aquí lo puede sacar en un día", dice con una
sonrisa de satisfacción y despedida.
***
Detrás de los anteojos de una investigadora, está la mirada de quien está
convencida de manera rotunda de que la existencia de limpia parabrisas y
franeleros no es más que el reflejo de los errores, desinterés e ineficacia
de todos los niveles de gobierno. Los de ahora y los de antes.
Rocío Guzmán Benavente es catedrática de la Escuela de Psicología de la
UJED. Sus investigaciones en Evaluación e Investigación en Psicología
Social la han llevado, junto con algunos de sus estudiantes, a los
polígonos de pobreza de la ciudad, que es como los programas asistenciales
de gobierno definen a las colonias pobres y conflictivas.
En su oficina con repisas atiborradas de libros de Comunicación y
Psicología, aroma a café y dos calculadoras sobre el mismo escritorio,
Rocío Guzmán explica que estos grupos son la consecuencia del excesivo
paternalismo que creó una estructura político-ideológica que únicamente
obedece a intereses para el control del poder.
"Por un lado (es la consecuencia) de cómo se ha asumido este paternalismo y
de cómo ha obedecido a intereses de los grupos de poder: por un lado el
político sin mantenerse en el poder y definir un proyecto histórico que
obedece a ciertos grupos, en este caso un partido que duró 70 años en el
poder y hoy el supuesto 'cambio' que no nos ha llevado a ningún lado", dice
la catedrática de la Universidad Juárez del Estado de Durango.
Durante la entrevista, las manos de Rocío Guzmán van y vienen mientras
expresa ideas y ofrece ejemplos del verdadero problema social ocasionado
por la pobreza; de pronto, sus manos forman un círculo como si encerrara lo
que considera otro aspecto importante en la proliferación de limpia
parabrisas y franeleros en Durango: "en cuestión económica, no tenemos una
clase empresarial que, a diferencia de otros estados, pudiera definirse
como separada en cierta forma de la estructura política, al contrario, está
articulada; obedece a los intereses políticos".
Dice que los problemas familiares críticos, dificultades económicas y
deserción escolar, son los aspectos centrales en la definición de dicha
trayectoria de vida, que junto con enrolarse a la delincuencia organizada y
al narcomenudeo, se convierte en la única alternativa de sustento para los
adolescentes, jóvenes y adultos que luego tienen que ganarse la vida en una
esquina bajo los semáforos.
La expresión de su rostro refleja poco optimismo cuando se le cuestiona la
manera de solucionar la problemática económica, social, educativa y laboral
que propicia la existencia de dichos grupos. Explica que por la manera como
se ha gobernado México en las últimas décadas, es difícil encontrar una
solución.
Refiere experiencias aplicadas en Centroamérica que implican la
concientización del problema por parte de todas las clases sociales,
incluyendo las más bajas; menciona a un psicólogo Jesuita que trabajó en El
Salvador y comparte experiencias propias de sus investigaciones. Pero su
conclusión no va tan lejos: mientras las políticas públicas no estén
correctamente direccionadas, la pobreza no cederá.
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