martes, 24 de julio de 2012

Los huérfanos de la guerra

Por: Juan M. Cárdenas / publicado el 15 de marzo del 2012 en El Siglo De Durango / Durango, Dgo.

Entre el 50 y 80 por ciento de los niños que perdieron a sus padres por violencia, abandona sus terapias.


A sus siete años, Natalia ya no dibuja castillos ni princesas: ahora retrata las tumbas de un panteón que lleva tatuado en el recuerdo. Una de ellas es la de su papá. Luego toma otra hoja y garabatea figuras de hombres armados, como los que lo asesinaron. Aunque no los conoce ni los ha visto jamás, plasma a esos emisarios del demonio que hace dos semanas le mataron a su máximo amor y que la tuvieron tres madrugadas mezclando lágrimas y tinta hasta acabarse una libreta a la que convirtió en su confidente del dolor. Dibuja la escena del crimen; después el funeral; a su papá en el féretro. Era policía. Así desahoga su coraje y su tristeza. Recuerda bien la hora en que lo mataron, a qué hora les avisaron y qué estaba haciendo cuando supo que su papá se había ido al cielo.

En su silla, frente al escritorio, Erick se ve más chiquito de lo que es. Tiene diez años, pero las vigilias y el desinterés por comer desde que desapareció su héroe, lo hicieron bajar de peso y lucir una cara que hace dos años no tenía. Un día su papá simplemente ya no volvió. Hace un año que alguien le arrebató a su ídolo, su compañero de juegos, su cómplice, a su policía. Porque su papá también era policía. No duerme bien porque cada noche que escucha que un automóvil se estaciona afuera de su casa, se asoma por la ventana para ver si es su papá; pero su corazón se estruja cuando descubre que la vida no se lo devuelve. Sus lágrimas son una mezcla de odio y tristeza; por eso dice que quiere ser grande, para matar a quienes se llevaron a su papá.

Manuel habla apenas lo necesario mientras juega con las mangas de la sudadera y balancea los pies sobre la silla. Cree que pudo haber hecho más, que su voz apenas audible pudo mover el destino y convencer a su papá de no salir de casa esa tarde del año pasado en que desapareció. Es el menor de tres hermanos. Odia al Gobierno y todo lo que lo representa porque no le devuelve a su papá. Se refugia en sus amigos que le ofrecen drogas y deja las terapias apenas después de cuatro sesiones. Tiene 12 años.

Estos testimonios convergen en un eco de soledades que resuena porque todos están marcados por la misma pena: son niños que quedaron huérfanos a causa de la violencia que se pasea cínicamente por colonias, fraccionamientos y poblados de todo Durango, y que acuden a terapias en diferentes instituciones para que les ayuden a procesar su dolor del alma.

En el Estado nadie tiene cifras exactas sobre la cantidad de niños que han quedado huérfanos a causa de la guerra del Gobierno Federal contra el crimen organizado y del consecuente conflicto entre cárteles, pero no son pocos.

De acuerdo a las estadísticas anuales de El Siglo de Durango, entre enero de 2006 y febrero de 2012 han sido ejecutadas más de tres mil 300 personas en esta entidad. La base de datos de la Presidencia de la República sobre fallecimientos ocurridos por la presunta rivalidad delincuencial, estima que poco más del 90 por ciento de los ejecutados por esta causa eran hombres; el 46 por ciento tenían entre 21 y 50 años de edad.

La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) cuenta con registros de 146 personas desaparecidas del 2006 al 2011 en diferentes regiones del Estado, sin contar la "cifra negra" de casos no revelados y cuya magnitud nadie conoce. Los datos oficiales de la Fiscalía General del Estado revelan además que hubo 197 secuestros denunciados entre enero del 2006 y enero de este año.
Cada semana, la impredecible vorágine de violencia hace que más princesitas se queden sin su primer príncipe azul y que otros superhéroes pierdan a sus compañeros de aventuras; estos huérfanos saben más de panteones y funerales que de la propia vida. La gran mayoría escapa de los registros gubernamentales, debido a que son criados por su madre, abuelos, tíos o hermanos; por ello no necesariamente llegan a orfanatos, como lo afirma Lucero González Hermosillo, procuradora de la Defensa del Menor, la Mujer y la Familia del DIF Estatal.

Testigos silenciosos
Ricardo se veía cansado y desorientado cuando llegó a su primera terapia porque vio a su padre decapitado. Lo atormentaban las pesadillas y tronaba en llanto cada madrugada, por eso no dormía bien.

Cuando conciliaba el sueño era muy inquieto; "un remolino" decía su abuelita, quien se tuvo que hacer cargo del niño porque la mamá se fue de la ciudad cuando supo que le habían matado a su esposo.

Entonces el enojo se multiplicó: ya no era solo porque mataron a su papá sino porque su mamá también lo abandonó; por eso quería matar, para vengarse de quienes le cambiaron la vida a sus siete años con la facilidad de quien aplasta una hormiga.

"Cualquier niño que pierde a un progenitor antes de los 15 años, tiene 90 por ciento de probabilidades de ser un adulto depresivo (...) Pero cuando tiene una pérdida de forma violenta e inesperada, automáticamente sufre depresión infantil", advierte Rosa Oralia Tapia, ex directora del Instituto de Salud Mental del Estado de Durango (ISMED), quien atendió directamente a Ricardo.

Cuando estos corazoncitos destrozados llegan con sus terapeutas ya sufren terrores nocturnos, excesiva sudoración de las manos, lloran sin motivo aparente, se tornan agresivos, son hiperactivos o demasiado aislados; llegan a orinarse mientras duermen, se muerden las uñas incluso hasta el sangrado, además de la ansiedad que le impide concentrarse, poner atención en las clases y sufren de altos niveles de tensión, lo que a su vez los expone a convertirse en drogadictos como vía de escape a estos síntomas.

Dependiendo del caso, también los atormenta el miedo a salir a la calle o a que lleguen "los malos" y les quiten también a su mamá y sus hermanos. Soportan miedos más pesados que ellos; terrores que los persiguen a cada rincón, aún despiertos.

La pobreza también consumió a Ricardo, no porque lo agobiaran las carencias de la casa, sino porque su abuelita no pudo llevarlo más a las terapias en el ISMED, a pesar de que las consultas eran gratuitas y en ocasiones les regalaban el medicamento; pero no les alcanzaba ni siquiera para pagar los traslados.

Dolor marcado
El Instituto de la Mujer Duranguense está en un complejo de oficinas de la calle Zaragoza, a donde recurren niños y mujeres que han sido víctimas de diferentes tipos de violencia. La psicóloga Luz Elena Flores le pregunta a Miguel:

¿Cómo estás?
"A qué me traen aquí, ¿van a venir también por mí?", contesta enojado el niño de diez años mientras entra al consultorio lúdico, que no es mas que un salón adornado con personajes de caricaturas y películas, y rodeado de juguetes de todo tipo. Todavía extraña a sus hermanos que fueron "levantados" y de los que no se supo más.

Busca un lugar apartado y encuentra un juguete que su imaginación convierte en una pistola; luego encuentra otro y entonces ya son dos armas imaginarias las que trae en sus manos. Sus padres platican que la ira incontenible por la desaparición de sus hermanos la escupe incluso contra ellos, reclamándoles porque no hacen algo por encontrarlos. Miguel subió de peso en cuestión de días debido a que su ansiedad la desahoga comiendo y ya no quiso ir a la escuela; qué bueno, porque la violencia de la que fue víctima la empezaba a descargar contra sus compañeritos.

"Déjame salir", exige el niño de pronto mientras se levanta intempestivamente de la sillita y aguza el oído para escuchar el aullido de las sirenas de patrullas que pasan por el bulevar.

¿A qué quieres salir?
"Voy a partirles su madre", contesta envalentonado Miguel mientras cierra los puños y contiene el coraje contra quienes no han podido regresarle a sus hermanos.

"Pero si agredes, va a haber sanciones también para ti aunque seas niño; tienes qué ser respetuoso con los demás"

"Ellos no saben de respeto y si les rayo su madre no van a hacer nada", dice Miguel mientras confronta luego a la psicóloga.

¿Y por qué crees que no te van a hacer nada?
"Si no hicieron nada porque se llevaron a mis hermanos, ¿tú crees que van a hacer algo porque yo les raye su madre?", rezonga el niño mientras vuelve a su lugar porque las patrullas ya no se escuchan. Cree que se le fue la oportunidad de enfrentar a una autoridad que no le ayuda a diluir ese veneno que le corroe su alma tierna.

Luz Elena está por conformar un grupo de diez niños huérfanos para incluirlos en una terapia grupal, por lo pronto los atiende de manera individual. Explica que el hecho de que Natalia, su paciente, dedique horas a dibujar la muerte de su papá se debe a que la magnitud del dolor que siente es tan grande que no alcanza a expresarlo con palabras, sólo lo plasma en decenas de hojas. Encierra también una negación a salir adelante porque su papá era todo para ella.

Cada niño desahoga su dolor de forma diferente, dependiendo de la textura de su corazón. Ángela tiene sus momentos de tristeza marcados en el cuerpo. Su papá un día salió de casa y nunca volvió, simplemente desapareció. Cada vez que la ahogaba esa pena producida por la ausencia de su padre, tomaba una navaja y se hacía una cortada en el brazo. Pensaba que nadie de su entorno la comprendía y que convirtiendo la tristeza en sangre y dolor, podía procesar mejor la soledad. Sin él, Ángela ya no encontró la alegría que la hacía levantarse para terminar la primaria. De pronto el agobio se convertía en ira y entonces explotaba con patadas y puñetazos contra su mamá. Tres meses después las cosas van cambiando. Ahora la niña de diez años sabe manejar sus emociones y desahogarse de una forma diferente a la auto flagelación, incluso ya imagina cómo será estudiar en la secundaria.

Es tanto el deseo de recuperar esa parte tan importante de sus vidas, que fantasean con que sus papás regresan. Iván, de 10 años, llega emocionado con Luz Elena y le platica que su papá ya va a regresar, que hablaron por teléfono a su casa para decirle a su familia que estaba internado en un hospital, que ya lo iban a dar de alta y que va a hacer una fiesta para recibirlo. Luego el niño se voltea y se le desdibuja la emoción del rostro, sabe que eso no es verdad. Se sienta a jugar en la mesita para desahogar su realidad y olvida ese sueño que le desgarraría la fortaleza a cualquiera.

Doble luto
En la mayoría de los casos, los niños enfrentan una doble pérdida. Eso a lo que algunos especialistas llaman el "doble luto". No es solo la desaparición o la muerte del papá, sino que la mamá se desploma en una profunda depresión que les quita las fuerzas hasta para bañar y alimentar a sus hijos, incluso de preguntarles cómo están.

Netzahualcóyotl Serrato Aguilar, psicólogo del Centro de Atención a Víctimas del Delito, dice que las viudas se enfrentan a la falta de dinero para pagar la alimentación, gastos del hogar, la escuela de los niños y las deudas que enfrentaba la pareja. Son aflicciones que les quitan el sueño, les retumban con dolor de cabeza, les tensan los músculos y pierden las ganas de comer; pierden el control y explotan en gritos de coraje por cosas irrelevantes. Todo se multiplica cuando nunca vieron el cadáver, cuando su esposo desapareció. Sueñan con él y se resisten a sentir un duelo.

Sandra Luz Guerrero, directora del ISMED y especialista en temas de violencia, coincide en que esas manifestaciones se deben a los desquiciantes trámites que tienen que realizar tras la pérdida de sus esposos, a los problemas económicos que esto les arroja encima y, si se trata de familiares de algún desaparecido, por enfocar todas sus energías y recursos en dar con el paradero de la víctima. En todos los casos, los niños y los traumas generados por la violencia son relegados a segundo término.

Esa ausencia afectiva es lo que más daña a los niños.
 
Semilla peligrosa
"La vivencia de la violencia que tienen estos niños es un problema que, si no atendemos, nos va a explotar como bomba; peor que la situación en la que vivimos actualmente. Los niños internalizan la violencia y empiezan a generar sentimientos de rechazo a la sociedad en la que viven, a los sistemas de gobierno, de la policía, crecen con rebeldía y con un deseo de venganza que hace que sean presas fáciles para los grupos de delincuencia organizada", alerta Teresa Payán Bustamante, recién premiada como Mujer del Año por su labor en defensa de los derechos de la mujer y los niños a través de asociación civil, Fundación Infantil Semilla.

Con diez años dedicada a ayudar a niños en situación vulnerable, ella aprendió que en la mayoría de los países en guerra se diseñaron programas de atención para las viudas y los huérfanos; pero particularmente en Durango se ha tenido que ir aprendiendo sobre la marcha, en medio de desórdenes de todo tipo y con las consecuencias de no tener una reacción oportuna por falta de previsión.

La Fundación Infantil Semilla ubicó una serie de colonias que concentraban altos niveles orfandad a causa de la violencia e instaló una Casa de Día, en la que ofrece terapias psicológicas y atención médica, además cursos y talleres impartidos por voluntarios, en los que los niños encuentran alternativas de distracción en lugar de vagar por la calle. Todo esto con las evidentes limitaciones de trabajar con recursos propios y con la invaluable aportación de los voluntarios.

A Luz Elena Flores también le preocupa que los niños que quedaron huérfanos a causa de la violencia no reciban la atención terapéutica adecuada, ya sea por falta de dinero en la familia o por minimizar las repercusiones que sufren, creyendo que los niños no se dan cuenta de lo que pasa. Por eso todas las instituciones que participaron en la elaboración de este material, coinciden en la urgencia de implementar políticas para atender a esos pequeños huérfanos y para que no abandonen sus tratamientos.

Los 'ejércitos' de la calle y el fracaso del sistema

Historias de algunas de las decenas de personas que se ganan la vida limpiando carros y parabrisas

Julio dice que le gustó la calle desde que era niño. Por eso dejó los estudios, la obra y el cuidado materno cuando tenía siete años. Ni siquiera llegó al segundo año de primaria. Abandonó la aritmética y las sílabas así como su papá lo abandonó a él, a su hermano y a su mamá hace 21 años para irse con otra familia a Tijuana o a Tecate, ya no sabe ni a donde; desde entonces trabaja en la calle. Julio prefiere un crucero céntrico y apenas sobresale entre los coches con su metro 60 de estatura. Camina entre los vehículos y ya distingue cuáles son las camionetas y los carros a los que no debe acercarse si quiere seguir viviendo. 
Cuenta que un medio día de verano de hace dos años frotó con el "mechudo" una camioneta que se paró en el semáforo, el conductor se enfadó y bajó de la troca y le apuntó con su pistola en la frente. Julio sudó de frío, a pesar del calor. "No quiero que vuelvas a hacer eso, oíste", le dijo el empistolado y se fue. Le perdonó la vida. Julio también se fue de ese crucero para no volver jamás. Desde entonces le tantea a cuáles automóviles acercarse y con cuáles es mejor no meterse.
Usa gorro aunque no haga frío. Entre los pliegues esconde un par de cigarros que se chupa en los ratos de relax, aunque acepta que su trabajo es dinero fácil pues gana más como limpia parabrisas y franelero que como albañil, sin partirse la espalda ni aguantar patrones que le den órdenes. Al final del día suele embolsarse unos 200 pesos pero solo sonríe cuando se le pregunta cuánto de ese dinero le da a su mamá.
Mientras cuenta su historia, no deja de repetir que "está dura la crisis". Dice que fuma marihuana todos los días pero nunca mientras trabaja.
"Yo veo que a veces ahí andan unos morros bien locos en los cruceros y por eso la gente nos ve mal. Por uno la llevamos todos. Yo no. Me acerco con la gente y si quieren que les limpie el carro pues sobres, si no ni modo". Voltea a cada rato a mirar los carros a ver quien requiere su servicio. Nadie lo solicita. Luego cuenta que entre los grupos de limpia parabrisas y franeleros hay broncas y que una vez a uno casi lo queman vivo en plena avenida.
Vive en una casa de renta, en la colonia Azteca. Su hermano es un año mayor que él y también trabaja en la calle, solo que en otro crucero y lanzando fuego.
"Yo tenía una morra pero ya hace mucho de eso. Hay unos que andan en la calle y hasta con los hijos cargan; eso no se me hace justo porque la obligación de mantenerlos es de los papás, no tienen por qué navegar a los niños". Además asegura que él nunca ha hablado con nadie del gobierno ni le han ofrecido trabajo alguno.
Dice que cuando tenga hijos los va a mandar a la escuela. En su mochila carga un limpia vidrios, una esponja y las latas de aluminio que recoge en las calles para vender por kilo. Sus manos huelen a aceite y pocas veces fija la mirada en los ojos del reportero.
"Ya estuvo", dice sin más. Guarda las cosas en la mochila y se despide chocando la mano y el puño con los compas. Se enfila hacia Dolores del Río para pasar por su hermano, como siempre, a las seis de la tarde y juntos se van a la casa en taxi.

      ***

A sus 32 años no tiene patrimonio, pero lo motiva trabajar para que no le falte comida a su hijo y a su esposa. La imagen de El Rambo dista mucho del personaje cinematográfico de un soldado con camiseta de barras, botas militares y pañoleta alrededor de la cabeza. Éste usa casco de constructor y bastón; limpia carros en un crucero. Dice que gana lo suficiente para que no le falte comida a su familia, pero su enfermedad ya le dejó su cara cobriza llena de cicatrices.
El Rambo se llama Jesús y lleva 12 años comiendo y pagando sus gastos con lo que la gente le da en la calle, a donde tuvo que salir a trabajar para mantener a su esposa. Ese es también el tiempo que lleva casado con Guadalupe. Si para una persona que goza de cabal salud es complicado encontrar trabajo, lo es aún más para un hombre que sufre de ataques epilépticos y padecimientos motrices. Por eso Jesús trabaja en la calle y por eso los automovilistas y peatones le dicen El Rambo, aunque en varias ocasiones han tenido que ayudarlo a levantarse porque tiene una lesión en la rodilla derecha, la cual soporta en un bastón de aluminio.
No sale de su casa sin el casco, pues éste le protege la cabeza en caso de que la epilepsia lo traicione y su cuerpo de 1.70 metros se convulsione en plena calle. Incluso rara vez se baja de la banqueta, normalmente los conductores estiran la mano para darle alguna moneda a cambio de nada. Los policías, lava coches y comerciantes ya lo identifican porque se convirtió en parte del panorama cotidiano de Las Alamedas.
Con hablar lento y a veces inaudible, El Rambo dice ser pariente lejano de los Pérez, esos que según el corrido fueron asesinados en 1911 y cayeron a la tierra formando una cruz en algún lugar ya olvidado. "Yo no soy como los otros, no me drogo ni fumo ni me gusta pelear; lo único que tomo es refresco", dice mientras enseña un envase de Coca Cola. Su ganancia en los mejores días asciende a 150 pesos y trabaja de diez de la mañana a ocho de la noche. Cuando termina, guarda el "mechudo" en su morral con la estampa de Piolín y se sube al camión que lo lleva a su casa, allá por el norte de la ciudad.
El escenario que describe El Rambo estremece: dice que su papá le grita que ojalá se muera, a veces lo golpea y si su mamá intercede por él, también la agrede; narra que ha llegado a quitarle el dinero que gana en el día. Su enfermedad le impide defenderse pero no le queda de otra, sigue ahí porque no tiene a dónde ir; descarta a sus hermanas como opción y también a su suegra. Por eso le duele no tener casa ni un trabajo con salario fijo para ofrecerle a su hijo. Asegura que el DIF nunca se le ha acercado para ayudarlo.
A pesar de trabajar en el frío y de mal comer, está contento porque hace tres semanas que no le dan ataques.

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Javier tiene los ojos claros pero su futuro no tanto. A sus 20 años de edad es papá de dos niños y está casado. Cuando no trabaja construyendo puentes en la supercarretera, está en el crucero limpiando carros con el "mechudo". "Me gusta porque pues salgo temprano y nadie me anda mandando, como en la obra. Es que no me gusta que me manden", dice con toda serenidad.
Pero esa anarquía aún adolescente contrasta con una extraña disciplina laboral: todos los días empieza a trabajar a las siete de la mañana, aún cuando está helando. El peinado de pelos parados y aretes en ambas orejas le dan un toque aún más rebelde a su delgada figura. Aún así dice ser una persona tranquila que obedece cuando un automovilista le dice que no quiere que le limpie su carro.
Un compa lo invitó hace dos años a trabajar en la calle. Eso fue para cuando acababa de nacer su segundo hijo, quien es apenas un año menor que el primero. "A veces me voy a trabajar en la sierra, del lado de Sinaloa, con mi suegro; pero está pesado allá, es de durar 15 días sin bajar. He durado hasta un mes y pues, se me hace gacho".
Javier no vuelve a la casa con menos de 150 pesos, dice que es "lo de raya". Pero tampoco es raro cuando se marcha con 400 pesos en la bolsa. Esos son los mejores días. En pleno camellón, al lado de una de las decenas de palmeras que un gobernante legó hace un lustro, dice que lo más común es que sean los propios conductores quienes los agredan a ellos echándoles el carro y gritándoles, estos son los únicos casos en los que Javier contesta las groserías. "Pues es que también a uno lo hacen enojar y no nos dejamos, pero no somos así".
Platica que la única droga que prueba es el tabaco; pero le es cotidiano ver a los demás limpia parabrisas y franeleros sentarse en la sombra para fumar "mota" o pegarle al "chemo". Pero siempre que hacen eso se los lleva la policía. Javier comparte el crucero con Armando, un adolescente de 16 años a quien expulsaron de la secundaria por no estudiar; ambos viven en la Morga y suelen almorzar en un puesto de birria que está a un lado del semáforo donde siempre se ponen. Coinciden en que del DIF nadie se les ha acercado para ofrecerles trabajo y que solo les entregaron unos volantes con números de teléfono donde nunca contestan y, aunque les prometieran otra chamba, todavía pensarían si les conviene.
A la una de la tarde, Javier guarda su material de trabajo en la mochila y se emociona por volver a casa tras seis horas de trabajo en donde él es su propio patrón. El sol apenas empieza a calar y ya se saborea la comida que Érika, su esposa, le tiene preparada pues dice que para eso es él quien sale a trabajar y, mientras se mira las manos oscuras, recalca que sus hijos sí van a ir a la escuela. Javier solo terminó la secundaria.
"Es que en serio que trabajar en la calle es un vicio, ya cuando uno está aquí y empieza a ganar dinero ya no se quiere ir. Lo que en la obra le pagan a uno en una semana, aquí lo puede sacar en un día", dice con una sonrisa de satisfacción y despedida.

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Detrás de los anteojos de una investigadora, está la mirada de quien está convencida de manera rotunda de que la existencia de limpia parabrisas y franeleros no es más que el reflejo de los errores, desinterés e ineficacia de todos los niveles de gobierno. Los de ahora y los de antes.
Rocío Guzmán Benavente es catedrática de la Escuela de Psicología de la UJED. Sus investigaciones en Evaluación e Investigación en Psicología Social la han llevado, junto con algunos de sus estudiantes, a los polígonos de pobreza de la ciudad, que es como los programas asistenciales de gobierno definen a las colonias pobres y conflictivas.
En su oficina con repisas atiborradas de libros de Comunicación y Psicología, aroma a café y dos calculadoras sobre el mismo escritorio, Rocío Guzmán explica que estos grupos son la consecuencia del excesivo paternalismo que creó una estructura político-ideológica que únicamente obedece a intereses para el control del poder.
"Por un lado (es la consecuencia) de cómo se ha asumido este paternalismo y de cómo ha obedecido a intereses de los grupos de poder: por un lado el político sin mantenerse en el poder y definir un proyecto histórico que obedece a ciertos grupos, en este caso un partido que duró 70 años en el poder y hoy el supuesto 'cambio' que no nos ha llevado a ningún lado", dice la catedrática de la Universidad Juárez del Estado de Durango.
Durante la entrevista, las manos de Rocío Guzmán van y vienen mientras expresa ideas y ofrece ejemplos del verdadero problema social ocasionado por la pobreza; de pronto, sus manos forman un círculo como si encerrara lo que considera otro aspecto importante en la proliferación de limpia parabrisas y franeleros en Durango: "en cuestión económica, no tenemos una clase empresarial que, a diferencia de otros estados, pudiera definirse como separada en cierta forma de la estructura política, al contrario, está articulada; obedece a los intereses políticos".
Dice que los problemas familiares críticos, dificultades económicas y deserción escolar, son los aspectos centrales en la definición de dicha trayectoria de vida, que junto con enrolarse a la delincuencia organizada y al narcomenudeo, se convierte en la única alternativa de sustento para los adolescentes, jóvenes y adultos que luego tienen que ganarse la vida en una esquina bajo los semáforos.
La expresión de su rostro refleja poco optimismo cuando se le cuestiona la manera de solucionar la problemática económica, social, educativa y laboral que propicia la existencia de dichos grupos. Explica que por la manera como se ha gobernado México en las últimas décadas, es difícil encontrar una solución.
Refiere experiencias aplicadas en Centroamérica que implican la concientización del problema por parte de todas las clases sociales, incluyendo las más bajas; menciona a un psicólogo Jesuita que trabajó en El Salvador y comparte experiencias propias de sus investigaciones. Pero su conclusión no va tan lejos: mientras las políticas públicas no estén correctamente direccionadas, la pobreza no cederá.


martes, 6 de marzo de 2012

Una aventura 'del otro lado'

Por: Juan M. Cárdenas / publicado el 15 de febrero del 2012 en El Siglo De Durango / Durango, Dgo.

Cuando Alfredo Castro cayó en las aguas del Río Bravo, comprobó que los coyotes le habían mentido: el caudal no medía 12 metros y el agua no le llegaba al pecho. A pesar de que era medio día, sintió cómo lo helado del agua le sacaba el aliento y la corriente que lo cubría hasta la cara amenazaba con tragarse su cuerpo de refrigerador. Luego saltaron Manuel y Felipe, los dos compañeros con quienes debía llegar a Lake Arrowhead, California. Los ocho varones que integraban el grupo remolcaron una cámara de llanta en la que iba Rosario, una joven sinaloense con siete meses de embarazo que añoraba reunirse con su esposo en Los Ángeles.
Cruzaron el caudal que medía unas cuatro veces más de lo que les habían dicho y se pusieron la ropa que habían guardado en una bolsa para que no se mojara, ahora sólo quedaba esperar a que oscureciera para empezar la caminata. Escondidos entre matorrales, el coyote les dijo que la siguiente meta era llegar a una montaña que se veía en lo más lejano del rojizo y polvoriento horizonte del desierto de Arizona. Atrás habían quedado los judiciales de Mexicali que los persiguieron un día antes por casi una hora; también el fallido intento de cruzar el Río Bravo a media noche cuando casi los detiene la migra y las 36 horas de camino en carretera desde Durango. Más tarde, Alfredo se daría cuenta de que el trayecto y el peligro de muerte apenas empezaban.

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No hay institución alguna que tenga registro de cuántos duranguenses radican en el extranjero, ni aún en los consulados de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE). La base extraoficial sobre la que trabaja la Dirección de Asuntos Internacionales y Atención a Migrantes es de 250 mil duranguenses radicados en Chicago, Illinois, y otra cifra similar en Los Ángeles, California, sin que sean números precisos; dijo María Elena Castaños, titular de esa dependencia del Gobierno del Estado. Otros puntos con alta presencia de duranguenses en Estados Unidos son los estados de Texas y Colorado.
Tan solo entre enero y noviembre del 2011 fueron repatriados seis mil 300 duranguenses tras ser aprehendidos por las autoridades migratorias de Estados Unidos, por estar en ese país de manera ilegal; esta cifra representa una ligera disminución en comparación con la del 2010 cuando se contabilizaron siete mil 229 deportados.
El riesgo de morir o sufrir un accidente al cruzar de manera ilegal hacia Estados Unidos, se acentuó después de los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York. El gobierno norteamericano endureció las medidas de seguridad en las garitas y aeropuertos, además de militarizar los más de tres mil 100 kilómetros de frontera con México.
Salvador Ramírez, presidente de la Asociación Civil de Duranguenses, que aglutina a 16 clubes de diferentes comunidades de duranguenses radicados en Estados Unidos, principalmente en California, recordó que antes del 11-S era "más fácil" cruzar a Estados Unidos y más económico, pues el coyote cobraba unos 300 dólares. Por eso podían regresar a Guadalupe Victoria, Santiago Papasquaro, Tepehuanes, Guanaceví, Gómez Palacio, Pánuco de Coronado y Mezquital, principalmente, en vacaciones de verano, Navidad y hasta para alguno que otro cumpleaños.
A partir del 2002 los traficantes tuvieron que buscar nuevas rutas que implicaban exponer a los inmigrantes a temperaturas extremas de hasta 50 grados centígrados en el desierto o de hasta diez grados bajo cero por zonas montañosas. Al ser más rígidas las medidas de seguridad en la franja fronteriza, el riesgo de ser detenidos por las patrullas migratorias elevó el precio del "trabajo" hasta alcanzar los diez mil dólares.
"Si un migrante tuviera ese dinero creo que no pensaría en venirse a Estados Unidos", ironizó Salvador Ramírez. Aún así, estima que el 95 por ciento de los duranguenses que integran los clubes, cruzaron de manera ilegal a Norteamérica.

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El celular de Alfredo sonó ya entrada la noche del 2 de enero. La llamada pudo haber sido inoportuna pues estaba con su novia, pero la propuesta de irse a trabajar a Estados Unidos como ayudante del capataz de un aserradero era tan buena como intempestiva: de aceptar, tendría que irse al día siguiente a las siete de la mañana. Como miles de familias duranguenses, las carencias económicas y la falta de empleo bien remunerado orillaron a Alfredo a aceptar de inmediato, casi sin pensarlo. Junto con Manuel y Felipe, sus dos compañeros duranguenses, encontró quien lo llevara de 'raid' a Mazatlán y luego ahí abordaron un autobús hasta Tijuana, la frontera más transitada del mundo.
El dueño en México de la misma empresa para la que trabajaría en Estados Unidos, les dio la bienvenida, hospedaje y desayuno; sólo les faltó la bendición porque ya para la tarde del 4 de enero estaban en Mexicali buscando coyote que, según dice Alfredo, es como si en Durango se buscara un taxi. El traficante los citó en la avenida principal de la ciudad y ahí los encontró un carro Eclipse más negro que los ojos del conductor, quien al llegar a la salida de Mexicali ignoraría un retén de policías judiciales desatando una persecución a punta de balazos por carretera, de la cual se librarían al esconderse en una cochera del poblado Algodones. Cenaron frijoles y descansaron.
A media noche, los ojos cafés de Alfredo ya hurgaban entre los bambús de la orilla del Río Bravo para seguir el túnel formado por la maleza por donde los narcos antes pasaban droga y luego los coyotes traficaron personas a Estados Unidos. Alfredo, cuyo equipaje era la ropa que traía puesta y 600 pesos que más tarde entendería que en el otro lado son basura, iba al frente de la fila de ocho personas que se tuvieron que arrastrar unos cuatro kilómetros en la oscuridad; ni lámparas ni antorchas porque la migra los podía ver. Llegaron a un claro donde todos se quitaron la ropa. Alfredo cayó primero a las heladas aguas que ese invierno arrastraba el Río Bravo, lo siguieron los otros siete entre los que había cuatro de las regiones calientes de Sinaloa, incluyendo a Marisela, y cruzaron nadando hasta la orilla norteamericana. Todavía no recuperaban el aliento cuando llegó la migra.
Los faros de la Patrulla Fronteriza hurgaron entre las aguas del río pero no vieron a los mojados, porque todos se metieron bajo los matorrales de la orilla, aunque sabían que estaban ahí. "Mexicanos, tienen qué salir, está muy helada el agua. Salgan por favor", les gritaban los gabachos por bocina. Así estuvieron 20 minutos hasta que el agua fría les entumió los músculos y empezaron a temblar. La desesperación fue tan insoportable que nadaron de regreso. La luz del helicóptero ya los iluminaba cuando se ponían de nuevo la ropa para correr. Unos caían y otros los levantaban. Los faros de las patrullas los siguieron al igual que las advertencias de que podían morir por lo helado del agua o por la fuerza de la corriente del Río Bravo. La adrenalina de esa noche dejó dormir poco a Alfredo.
Eran las diez de la mañana cuando despertaron para intentarlo de nuevo a medio día. El sol ni siquiera calentaba cuando se pararon a un lado de la garita de Algodones, al pie de la frontera. Entonces eran ya dos coyotes los que miraban al cielo en busca de la señal. Justo a las 12 del medio día voló sobre ellos el avión teledirigido que busca indocumentados. A partir de ese momento tenían media hora para cruzar el río y llegar al otro lado. Mejor organizados, entre ocho lograron remolcar a Rosario en la cámara y librar los remolinos que de pronto jalaban a alguno. Llegaron sin mayores problemas. Escondidos entre los matorrales del lado norteamericano, esperaron casi seis horas para reanudar la marcha.

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El año pasado murieron 38 duranguenses radicados en el extranjero y cuyos familiares debieron que ser localizados para tramitar los funerales; hubo 22 casos en los que tuvo que intervenir directamente el Departamento de Atención a Migrantes de la delegación estatal de la Secretaría Relaciones Exteriores (SRE), para trasladar los cadáveres de regreso a Durango.
Flor Karina Amaya Ávila, jefa de dicho departamento, explicó que el 95 por ciento de los casos que se atienden en esa área se vinculan con Estados Unidos. El resto se complementa con casos aislados como en Perú, Francia y Egipto.
En total, fueron tres mil 780 casos los que se abrieron en el 2011, incluyendo a 52 que fueron apresados por estar en otros países sin los documentos migratorios o acusados de algún delito.
Tan solo en la primer semana del 2012 se generaron cinco casos de niños que fueron abandonados en Arizona y que se encuentran bajo la custodia de ese Estado; si sus familiares no son localizados, podrían ser dados en adopción en Estados Unidos.

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Casi para oscurecer, mientras rodeaban las casas rodantes que están entre el desierto de Arizona, les volvió a salir la migra. Todos corrieron hacia un brazo del Río Bravo que vuelve para internarse en Estados Unidos. Los nervios, el cansancio, la falta de comida, la sed y lo helado del agua, hicieron que Manuel entrara en crisis por su problema de hipertiroidismo. Si no es porque casualmente Alfredo mete la mano al agua y lo siente abajo, el muchacho se hubiera ahogado en una de las partes más bajas del caudal. Para cuando pudo reponerse, la migra ya se había ido sin verlos. Salieron del Bravo con la ropa mojada, no tuvieron tiempo de quitársela; llenos de lodo, Alfredo, Manuel y Felipe sellaron un pacto mientras le daban tragos a una botella de tequila para agarrar calor, que el coyote traía en una mochila de la que se desprendería hasta el final del camino: si la migra agarraba a uno, se regresaban los tres.
Las constelaciones cruzaron sobre el grupo mientras caminaba, iluminado por una luna media que fue reemplazada por la luz del sol. Caminaron toda la madrugada sin detenerse y siguieron durante todo ese día. Manuel de nuevo no soportó y se desmayó. Alfredo y Felipe lo cargaron por unos 25 kilómetros. Comieron lechuga de las hortalizas que bordeaban y saciaron la sed con agua del río. El sol volvió a ponerse tras el horizonte y casi a la media noche los coyotes les permitieron descansar en medio de más matorrales. De pronto, un ruido inconfundible comenzó a acercarse. Fue entonces cuando los coyotes les dijeron que la siguiente parte del recorrido la harían en el tren.
Todos se tuvieron que arrastrar para pasar la alambrada que limitaba el acceso a las vías y luego corrieron todos para alcanzar el vagón que el coyote ya había abierto. El mayor peligro era para Rosario y sus siete meses de embarazo. Empujándola y jalándola lograron subirla. Luego entraron todos, cerraron la puerta del vagón y la aseguraron con clavos. Se tumbaron a descansar y una hora después llegaron a un puesto de revisión de la Patrulla Fronteriza. Debido a la exactitud en la medición del cruce de vías, el tren debía detenerse máximo 15 minutos, si en ese tiempo la migra lograba detectar a alguien, lo detenía; de lo contrario el ferrocarril seguía su camino. Los agentes intentaron forzar el vagón donde iba Alfredo, que se arrinconó con los demás para no ser vistos por las luces de las lámparas que entraban por las rendijas; la migra no pudo abrirlo y el tren reanudó su trayecto.
Pero el clima los volvió a poner a prueba. Apenas habían avanzado media hora cuando empezó a nevar. Entonces el vagón del tren se convirtió en hielera y la situación se tornó más grave porque todavía tenían la ropa mojada. Rosario estaba a punto de la hipotermia, lo supieron porque temblaba y estaba en shock. Todos la rodearon para darle calor, abrazados, mientras se frotaban la espalda mutuamente. A las 11 de la mañana llegaron a San Bernardino para afrontar una nueva prueba mortal. Las instrucciones del coyote fueron tajantes: "voy a abrir la puerta y cuando salte, todos van a saltar sin pensarla".
Con el tren en movimiento, fueron cayendo justo en los linderos de una maquiladora californiana de ensamblado. Los paisanos que estaban en los patios por la hora del lonche festejaron al ver esa hazaña, como si hubieran conseguido la ciudadanía norteamericana. Todavía tirado en la tierra, Alfredo vio como el coyote con su mochila en la espalda se metió entre las llantas de los vagones hasta cruzar las vías.
"Sáltenle o los van a agarrar aquí", les dijo. Toneladas de acero se acercaban a Alfredo cada cuatro o cinco segundos, parecían detenerse cuando se animaba a arrojarse y parecían acelerar cuando estaba bajo los vagones. Con las manos y rodillas raspadas por la gravilla, esperó hasta que cruzaron todos.
Se sentó en un jardín mientras dos taxis llegaron por ellos. Se acomodaron en los Grand Marquis que más adelante serpentearían en las calles de San Bernardino, mientras los conductores no perdían detalle del localizador que les daba la ubicación de las patrullas de la migra. Tomaron los "frigüeis" hasta llegar por fin a Los Ángeles.

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De acuerdo a los datos del Banco de México, entre enero y diciembre del 2011 entraron a Durango 415.3 millones de dólares (mdd) por concepto de remesas enviadas principalmente de Estados Unidos. Esta cifra representa la cifra más alta del último trienio y refleja una relativa recuperación de la economía norteamericana, pues en 2007 la cifra alcanzó los 452.9 mdd, para descender en 2008 a 441.7 mdd. Durante el 2009, lo más álgido de la reciente recesión económica de Estados Unidos, se registró la cifra más baja de envío de remesas a Durango con 373.7 mdd; ya para el 2010 se apreció un ligero aumento al llegar a 378.6 millones de dólares.
A pesar de los números, Salvador Ramírez no es aún tan optimista. Considera que las condiciones de trabajo aún no son las mejores, pues si bien la situación ya no es tan crítica como en 2009, cuando el 80 por ciento de los duranguenses en Atlanta y partes de Texas fueron desempleados y se paró totalmente la industria de la construcción en Las Vegas, Nevada. En Los Ángeles se calcula que aún hay un 20 por ciento de duranguenses desempleados.

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El nuevo patrón de Alfredo llegó a la casa donde les dieron de almorzar, les preguntó cómo estaban y pagó mil 700 dólares por cada uno de los tres duranguenses que llegaron a tierras angelinas. Poco antes, el coyote había sacado un paquete de marihuana de la mochila que cuidó los dos días como si cargara un órgano para transplantar.
Para la tarde ya estaban en Lake Arrowhead canalizados con suero para recuperarse de la deshidratación; así estuvieron dos días. Al salir, conoció el lugar donde estaba. Lake Arrowhead era un pueblo ubicado en un la región montañosa de California y habitado principalmente por adultos jubilados. La mayoría de las casas eran grandes residencias y mansiones alrededor del lago. La empresa donde trabajó Alfredo se dedicaba a procesar la madera de los árboles que un año antes fueron consumidos por un incendio.
La jornada de trabajo empezaba a las 7 de la mañana y se prolongaba hasta las 6 de la tarde, con una hora para comer. Les pagaban 6.75 dólares la hora y la empresa aportaba por su cuenta el hospedaje y la comida, además de los traslados a los supermercados y todos los servicios en las dos casas donde vivían 26 trabajadores. Después de un cumpleaños lejos de los hermanos y de los padres, de una Navidad sin abrazos de la familia y de la soledad nostálgica que arrancaba lágrimas antes de dormir, Alfredo cumplió 15 meses trabajando en la Unión Americana, bajó 10 kilos y saldó todas sus deudas en Durango. Una mañana de principios de diciembre llegó el dueño al aserradero y, sin más, les soltó: "ya no hay trabajo". Se acabó de un día para otro. A medio día les dieron su liquidación y para el 7 de diciembre, Alfredo ya estaba de regreso en Durango.
Ahora, con cuatro años de casado y un hijo de tres, sólo tiene seguro que no volvería a irse al gabacho; cree que no vale la pena arriesgarse tanto. Acá tiene la libertad de salir a gastarse lo que gana y tiene a la familia a su alcance. "En ese momento, cuando tú ya vas brincando allá. Pero después, cuando haces balance de todo lo que viviste dices: ¿cómo pude arriesgarme así?".








                                                                                                                                                                                           

 

Decenas huyen de la sequía

Por: Juan M. Cárdenas / publicado el 1 de noviembre del 2011 en El Siglo De Durango / Durango, Dgo. 


José Alfredo Espinoza parece caminar crucificado por las calles polvorientas del pueblo. Sobre él recae el peso de que su familia pueda tomar agua, bañarse y comer. Esa es su cruz. No tiene dinero ni trabajo. La sequía flageló la tierra y las plantas. Con el sol de la tarde que evapora hasta los pensamientos, cruza el rancho con un palo sobre sus espaldas en el que lleva amarradas una cubeta de cada lado. Acarrea agua porque desde hace seis meses no sale ni gota de la llave de la casa. Decenas de personas ya escaparon de esas carencias y la crisis apenas empieza.
Ubicado a poco más de 90 kilómetros al noreste de la ciudad de Durango, el poblado Santa Catalina de Siena es el ejemplo más claro de la catástrofe. Al menos una docena de familias prefirieron escapar de la pobreza, ocasionada por las míseras lluvias que cayeron en el último año y que sólo sirvieron para regar las esperanzas de los habitantes de todo el municipio de Guadalupe Victoria, quienes vieron cómo las plantas de maíz y frijol se secaron junto con su futuro. Algunas familias que siguen en Santa Catalina, sobreviven con el salario de las casi 30 mujeres que diariamente viajan a la cabecera municipal para trabajar como empleadas domésticas, a cambio de 80 pesos por semana.
"Agua siempre ha faltado. Pero nunca nos había tocado que a estas fechas de octubre, la presa estuviera seca. Otros años hasta se desborda y los arroyos llevan mucha agua. Ahora apenas tenemos para tomar", dijo José Alfredo mientras caminaba con sus cubetas para agarrar agua del tanque de 20 mil litros que el Gobierno del Estado instaló en Santa Catalina, para que los habitantes se repartan de a seis cubetas por casa. Pero es tanta la necesidad, que el tanque lo pusieron un jueves y para el sábado estaba vacío.
Con seis cubetas, los cuatro integrantes de la familia de José Alfredo tienen que bañarse, lavar la ropa, lavar trastes, trapear, hacer de comer y usarla para el excusado. Hace unos tres meses que en gran parte de Santa Catalina se instaló la red de drenaje, lo que podría convertirse también en un factor de riesgo porque no hay agua potable para que los desechos corran por las tuberías. Los pobladores se quejan de que, por las tardes, con el calor se "aviva" la pestilencia.
José Alfredo tiene la piel curtida por el sol, espalda ancha por el duro trabajo, ojos rasgados y el bolsillo vacío por la sequía. Con la frustración atorada en la garganta y la mirada hacia los sembradíos que no se lograron, admitió que ha pensado seriamente en abandonar Santa Catalina de Siena, como ya lo han hecho varios de sus vecinos. "A qué nos quedamos si no hay trabajo, si no hay de comer y si no tenemos agua".
Según los registros oficiales, en los cuatro meses que duró la temporada de lluvias cayó apenas el 30 por ciento del promedio anual de precipitaciones. Una catástrofe para un poblado como Santa Catalina de Siena y para un municipio como Guadalupe Victoria, cuya principal actividad económica se basa en la agricultura. María Soledad Alvarado, presidenta de la Junta Municipal, calcula que el 90 por ciento de las familias del pueblo viven de la siembra de maíz y frijol. Pero en el mejor de los casos, los productores apenas alcanzaron a cultivar para el consumo propio. A ver para cuánto tiempo les alcanza.
La Comisión Nacional del Agua (Conagua) advirtió que las lluvias durante el invierno serán escasas. Eso lo sabe José Alfredo, por eso habla tan serio cuando se refiere a abandonar el pueblo. Voltea a ver a su esposa y a su hija de seis años, ambas de una piel blanca poco usual en Santa Catalina. "La presa grande (Los Temporales) también se está secando, no va a haber agua para los cultivos de riego. O sea que no va a haber trabajo por lo menos de aquí a julio del próximo año. No sé qué vamos a hacer porque esto apenas es el principio".

Búsqueda Si la situación no es más grave en Santa Catalina, es porque la mayor parte de los pobladores tienen camionetas para acarrear tambos llenos de agua para sus casas. Así tengan que ir por ella hasta otros ranchos. Pero aunque tengan acceso al agua, la magnitud de la sequía se recrudece con la falta de trabajo y de alimento para el ganado en la región. "Hay familias que dedicaron años a criar sus cuatro o cinco vacas, pero en estas condiciones tener ganado es una carga; no hay para darles de comer y lo único que va a pasar es que se les van a morir. Están vendiendo sus vacas hasta a cinco pesos el kilo", dijo María Soledad.
El éxodo de Santa Catalina representa otro problema que las autoridades deben empezar a prever en términos generales. Las personas que dejaron ese poblado, se trasladaron principalmente a Guadalupe Victoria y la ciudad de Durango en busca de algún trabajo que les dé para alimentar a su familia. El problema es que la migración podría multiplicarse en las próximas semanas o meses, por la falta de comida y dinero. "Cuando estuvo el gobernador acá dijo que iban a abrir una maquiladora aquí en Victoria; pero imagínese, van a emplear a 800 personas y ya hay mil solicitudes. Qué vamos a hacer los demás, de qué vamos a vivir en todo este tiempo", dijo José Alfredo.
El diputado local por el distrito que incluye a Guadalupe Victoria, Marcial Saúl García Abraham, advirtió que la situación por la que atraviesa a Santa Catalina no es exclusiva de ese poblado, sino que se extiende cuando menos a otras cinco localidades y que, de no ofrecer oportunidades de empleo y alimentación a las personas afectadas, la situación detonará en una migración masiva a las grandes urbes del estado con todo y los "cinturones" de miseria que esto implicaría.
"La gente va a empezar a migrar sin rumbo en busca de poder alimentar a sus hijos, a sus familias (…) Lo que estamos viviendo hoy en Durango no tiene precedentes. Viví algunos años de sequía que no son nada comparables: 1980 fue año difícil, igual que 1957; pero nada comparado con esto que estamos pasando, porque nuestra gente hacía lo que está haciendo ahora: emigraban a otras ciudades. Pero ahora no hay garantías de que vayan a encontrar empleo, ni siquiera en Estados Unidos que era un recurso que siempre resultaba", agregó García Abraham.

Peligro
Caminar por Santa Catalina es llenarse los zapatos y la ropa de polvo, conocer sus casas de adobe y saludar a sus viejitos que se juntan en las esquinas bajo la sombra. Es inevitable ser atraído por la hacienda donde vivió la actriz Dolores del Río. El porvenir es el único que se nubla para los habitantes de ese pueblo de tierra seca, cuyos habitantes ya ni recuerdan cuándo fue la última vez que llovió. Su principal fuente de suministro de agua es la presa "chica", como la llaman ellos, pero que ahora está convertida apenas un charco pestilente del que hasta las truchas se salen para morir bajo los rayos del sol. Un coyote merodea la cortina de la presa; esto debe preocupar a la gente de Santa Catalina, pues hay apenas un kilómetro de distancia con la presa. Y la inquietud no es por la distancia de la presa, sino por la proximidad del coyote que, ante la falta de agua, carece de alimento allá en el monte. Al grado de perder el miedo para acercarse a los linderos del pueblo para buscar comida.
Algo parecido es lo que teme la presidenta de la Junta Municipal. "Aquí no se pierde nada. Uno puede dejar la bicicleta afuera y ahí amanece; pero eso es ahorita". Sabe que la desesperación puede llevar a la gente a buscar cualquier fuente de ingreso económico. El también legislador Aleonso Palacio Jáquez, representante en el Congreso del Estado por los municipios de Cuencamé, Pánuco de Coronado y Peñón Blanco, todos con declaratoria de sequía por parte de la Conagua, coincidió en que existe migración de las localidades que están en crisis y que las condiciones se pueden agravar conforme pase el tiempo y se agote el alimento.
"Se puede agravar también la cuestión de la inseguridad. Nadie va a querer que un ser querido se muera de hambre, tendrán que buscar la manera de darle alimento a costa de lo que sea", señaló Palacio Jáquez.
La memoria de José Alfredo no alcanza a encontrar días tan difíciles como los que se viven ahora en su tierra. Mientras que en la capital duranguense hay políticos que sostienen que la situación de Durango aún no es catastrófica, la gente de Santa Catalina de Siena los invita a que vivan una semana en el poblado para que comprueben que tener agua, es un lujo.