Entre el 50 y 80 por ciento de los niños que perdieron a sus padres por violencia, abandona sus terapias.
A sus siete años, Natalia ya no dibuja castillos ni princesas:
ahora retrata las tumbas de un panteón que lleva tatuado en el recuerdo.
Una de ellas es la de su papá. Luego toma otra hoja y garabatea figuras
de hombres armados, como los que lo asesinaron. Aunque no los conoce ni
los ha visto jamás, plasma a esos emisarios del demonio que hace dos
semanas le mataron a su máximo amor y que la tuvieron tres madrugadas
mezclando lágrimas y tinta hasta acabarse una libreta a la que convirtió
en su confidente del dolor. Dibuja la escena del crimen; después el
funeral; a su papá en el féretro. Era policía. Así desahoga su coraje y
su tristeza. Recuerda bien la hora en que lo mataron, a qué hora les
avisaron y qué estaba haciendo cuando supo que su papá se había ido al
cielo.
En su silla, frente al escritorio, Erick se ve más chiquito de lo que es.
Tiene diez años, pero las vigilias y el desinterés por comer desde que
desapareció su héroe, lo hicieron bajar de peso y lucir una cara que hace
dos años no tenía. Un día su papá simplemente ya no volvió. Hace un año que
alguien le arrebató a su ídolo, su compañero de juegos, su cómplice, a su
policía. Porque su papá también era policía. No duerme bien porque cada
noche que escucha que un automóvil se estaciona afuera de su casa, se asoma
por la ventana para ver si es su papá; pero su corazón se estruja cuando
descubre que la vida no se lo devuelve. Sus lágrimas son una mezcla de odio
y tristeza; por eso dice que quiere ser grande, para matar a quienes se
llevaron a su papá.
Manuel habla apenas lo necesario mientras juega con las mangas de la
sudadera y balancea los pies sobre la silla. Cree que pudo haber hecho más,
que su voz apenas audible pudo mover el destino y convencer a su papá de no
salir de casa esa tarde del año pasado en que desapareció. Es el menor de
tres hermanos. Odia al Gobierno y todo lo que lo representa porque no le
devuelve a su papá. Se refugia en sus amigos que le ofrecen drogas y deja
las terapias apenas después de cuatro sesiones. Tiene 12 años.
Estos testimonios convergen en un eco de soledades que resuena porque todos
están marcados por la misma pena: son niños que quedaron huérfanos a causa
de la violencia que se pasea cínicamente por colonias, fraccionamientos y
poblados de todo Durango, y que acuden a terapias en diferentes
instituciones para que les ayuden a procesar su dolor del alma.
En el Estado nadie tiene cifras exactas sobre la cantidad de niños que han
quedado huérfanos a causa de la guerra del Gobierno Federal contra el
crimen organizado y del consecuente conflicto entre cárteles, pero no son
pocos.
De acuerdo a las estadísticas anuales de El Siglo de Durango, entre enero
de 2006 y febrero de 2012 han sido ejecutadas más de tres mil 300 personas
en esta entidad. La base de datos de la Presidencia de la República sobre
fallecimientos ocurridos por la presunta rivalidad delincuencial, estima
que poco más del 90 por ciento de los ejecutados por esta causa eran
hombres; el 46 por ciento tenían entre 21 y 50 años de edad.
La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) cuenta con registros de 146
personas desaparecidas del 2006 al 2011 en diferentes regiones del Estado,
sin contar la "cifra negra" de casos no revelados y cuya magnitud nadie
conoce. Los datos oficiales de la Fiscalía General del Estado revelan
además que hubo 197 secuestros denunciados entre enero del 2006 y enero de
este año.
Cada semana, la impredecible vorágine de violencia hace que más princesitas
se queden sin su primer príncipe azul y que otros superhéroes pierdan a sus
compañeros de aventuras; estos huérfanos saben más de panteones y funerales
que de la propia vida. La gran mayoría escapa de los registros
gubernamentales, debido a que son criados por su madre, abuelos, tíos o
hermanos; por ello no necesariamente llegan a orfanatos, como lo afirma
Lucero González Hermosillo, procuradora de la Defensa del Menor, la Mujer y
la Familia del DIF Estatal.
Testigos silenciosos
Ricardo se veía cansado y desorientado cuando llegó a su primera terapia
porque vio a su padre decapitado. Lo atormentaban las pesadillas y tronaba
en llanto cada madrugada, por eso no dormía bien.
Cuando conciliaba el sueño era muy inquieto; "un remolino" decía su
abuelita, quien se tuvo que hacer cargo del niño porque la mamá se fue de
la ciudad cuando supo que le habían matado a su esposo.
Entonces el enojo se multiplicó: ya no era solo porque mataron a su papá
sino porque su mamá también lo abandonó; por eso quería matar, para
vengarse de quienes le cambiaron la vida a sus siete años con la facilidad
de quien aplasta una hormiga.
"Cualquier niño que pierde a un progenitor antes de los 15 años, tiene 90
por ciento de probabilidades de ser un adulto depresivo (...) Pero cuando
tiene una pérdida de forma violenta e inesperada, automáticamente sufre
depresión infantil", advierte Rosa Oralia Tapia, ex directora del Instituto
de Salud Mental del Estado de Durango (ISMED), quien atendió directamente a
Ricardo.
Cuando estos corazoncitos destrozados llegan con sus terapeutas ya sufren
terrores nocturnos, excesiva sudoración de las manos, lloran sin motivo
aparente, se tornan agresivos, son hiperactivos o demasiado aislados;
llegan a orinarse mientras duermen, se muerden las uñas incluso hasta el
sangrado, además de la ansiedad que le impide concentrarse, poner atención
en las clases y sufren de altos niveles de tensión, lo que a su vez los
expone a convertirse en drogadictos como vía de escape a estos síntomas.
Dependiendo del caso, también los atormenta el miedo a salir a la calle o a
que lleguen "los malos" y les quiten también a su mamá y sus hermanos.
Soportan miedos más pesados que ellos; terrores que los persiguen a cada
rincón, aún despiertos.
La pobreza también consumió a Ricardo, no porque lo agobiaran las carencias
de la casa, sino porque su abuelita no pudo llevarlo más a las terapias en
el ISMED, a pesar de que las consultas eran gratuitas y en ocasiones les
regalaban el medicamento; pero no les alcanzaba ni siquiera para pagar los
traslados.
Dolor marcado
El Instituto de la Mujer Duranguense está en un complejo de oficinas de la
calle Zaragoza, a donde recurren niños y mujeres que han sido víctimas de
diferentes tipos de violencia. La psicóloga Luz Elena Flores le pregunta a
Miguel:
¿Cómo estás?
"A qué me traen aquí, ¿van a venir también por mí?", contesta enojado el
niño de diez años mientras entra al consultorio lúdico, que no es mas que
un salón adornado con personajes de caricaturas y películas, y rodeado de
juguetes de todo tipo. Todavía extraña a sus hermanos que fueron
"levantados" y de los que no se supo más.
Busca un lugar apartado y encuentra un juguete que su imaginación convierte
en una pistola; luego encuentra otro y entonces ya son dos armas
imaginarias las que trae en sus manos. Sus padres platican que la ira
incontenible por la desaparición de sus hermanos la escupe incluso contra
ellos, reclamándoles porque no hacen algo por encontrarlos. Miguel subió de
peso en cuestión de días debido a que su ansiedad la desahoga comiendo y ya
no quiso ir a la escuela; qué bueno, porque la violencia de la que fue
víctima la empezaba a descargar contra sus compañeritos.
"Déjame salir", exige el niño de pronto mientras se levanta
intempestivamente de la sillita y aguza el oído para escuchar el aullido de
las sirenas de patrullas que pasan por el bulevar.
¿A qué quieres salir?
"Voy a partirles su madre", contesta envalentonado Miguel mientras cierra
los puños y contiene el coraje contra quienes no han podido regresarle a
sus hermanos.
"Pero si agredes, va a haber sanciones también para ti aunque seas niño;
tienes qué ser respetuoso con los demás"
"Ellos no saben de respeto y si les rayo su madre no van a hacer nada",
dice Miguel mientras confronta luego a la psicóloga.
¿Y por qué crees que no te van a hacer nada?
"Si no hicieron nada porque se llevaron a mis hermanos, ¿tú crees que van a
hacer algo porque yo les raye su madre?", rezonga el niño mientras vuelve a
su lugar porque las patrullas ya no se escuchan. Cree que se le fue la
oportunidad de enfrentar a una autoridad que no le ayuda a diluir ese
veneno que le corroe su alma tierna.
Luz Elena está por conformar un grupo de diez niños huérfanos para
incluirlos en una terapia grupal, por lo pronto los atiende de manera
individual. Explica que el hecho de que Natalia, su paciente, dedique horas
a dibujar la muerte de su papá se debe a que la magnitud del dolor que
siente es tan grande que no alcanza a expresarlo con palabras, sólo lo
plasma en decenas de hojas. Encierra también una negación a salir adelante
porque su papá era todo para ella.
Cada niño desahoga su dolor de forma diferente, dependiendo de la textura
de su corazón. Ángela tiene sus momentos de tristeza marcados en el cuerpo.
Su papá un día salió de casa y nunca volvió, simplemente desapareció. Cada
vez que la ahogaba esa pena producida por la ausencia de su padre, tomaba
una navaja y se hacía una cortada en el brazo. Pensaba que nadie de su
entorno la comprendía y que convirtiendo la tristeza en sangre y dolor,
podía procesar mejor la soledad. Sin él, Ángela ya no encontró la alegría
que la hacía levantarse para terminar la primaria. De pronto el agobio se
convertía en ira y entonces explotaba con patadas y puñetazos contra su
mamá. Tres meses después las cosas van cambiando. Ahora la niña de diez
años sabe manejar sus emociones y desahogarse de una forma diferente a la
auto flagelación, incluso ya imagina cómo será estudiar en la secundaria.
Es tanto el deseo de recuperar esa parte tan importante de sus vidas, que
fantasean con que sus papás regresan. Iván, de 10 años, llega emocionado
con Luz Elena y le platica que su papá ya va a regresar, que hablaron por
teléfono a su casa para decirle a su familia que estaba internado en un
hospital, que ya lo iban a dar de alta y que va a hacer una fiesta para
recibirlo. Luego el niño se voltea y se le desdibuja la emoción del rostro,
sabe que eso no es verdad. Se sienta a jugar en la mesita para desahogar su
realidad y olvida ese sueño que le desgarraría la fortaleza a cualquiera.
Doble luto
En la mayoría de los casos, los niños enfrentan una doble pérdida. Eso a lo
que algunos especialistas llaman el "doble luto". No es solo la
desaparición o la muerte del papá, sino que la mamá se desploma en una
profunda depresión que les quita las fuerzas hasta para bañar y alimentar a
sus hijos, incluso de preguntarles cómo están.
Netzahualcóyotl Serrato Aguilar, psicólogo del Centro de Atención a
Víctimas del Delito, dice que las viudas se enfrentan a la falta de dinero
para pagar la alimentación, gastos del hogar, la escuela de los niños y las
deudas que enfrentaba la pareja. Son aflicciones que les quitan el sueño,
les retumban con dolor de cabeza, les tensan los músculos y pierden las
ganas de comer; pierden el control y explotan en gritos de coraje por cosas
irrelevantes. Todo se multiplica cuando nunca vieron el cadáver, cuando su
esposo desapareció. Sueñan con él y se resisten a sentir un duelo.
Sandra Luz Guerrero, directora del ISMED y especialista en temas de
violencia, coincide en que esas manifestaciones se deben a los
desquiciantes trámites que tienen que realizar tras la pérdida de sus
esposos, a los problemas económicos que esto les arroja encima y, si se
trata de familiares de algún desaparecido, por enfocar todas sus energías y
recursos en dar con el paradero de la víctima. En todos los casos, los
niños y los traumas generados por la violencia son relegados a segundo
término.
Esa ausencia afectiva es lo que más daña a los niños.
Semilla peligrosa
"La vivencia de la violencia que tienen estos niños es un problema que, si
no atendemos, nos va a explotar como bomba; peor que la situación en la que
vivimos actualmente. Los niños internalizan la violencia y empiezan a
generar sentimientos de rechazo a la sociedad en la que viven, a los
sistemas de gobierno, de la policía, crecen con rebeldía y con un deseo de
venganza que hace que sean presas fáciles para los grupos de delincuencia
organizada", alerta Teresa Payán Bustamante, recién premiada como Mujer del
Año por su labor en defensa de los derechos de la mujer y los niños a
través de asociación civil, Fundación Infantil Semilla.
Con diez años dedicada a ayudar a niños en situación vulnerable, ella
aprendió que en la mayoría de los países en guerra se diseñaron programas
de atención para las viudas y los huérfanos; pero particularmente en
Durango se ha tenido que ir aprendiendo sobre la marcha, en medio de
desórdenes de todo tipo y con las consecuencias de no tener una reacción
oportuna por falta de previsión.
La Fundación Infantil Semilla ubicó una serie de colonias que concentraban
altos niveles orfandad a causa de la violencia e instaló una Casa de Día,
en la que ofrece terapias psicológicas y atención médica, además cursos y
talleres impartidos por voluntarios, en los que los niños encuentran
alternativas de distracción en lugar de vagar por la calle. Todo esto con
las evidentes limitaciones de trabajar con recursos propios y con la
invaluable aportación de los voluntarios.
A Luz Elena Flores también le preocupa que los niños que quedaron huérfanos
a causa de la violencia no reciban la atención terapéutica adecuada, ya sea
por falta de dinero en la familia o por minimizar las repercusiones que
sufren, creyendo que los niños no se dan cuenta de lo que pasa. Por eso
todas las instituciones que participaron en la elaboración de este
material, coinciden en la urgencia de implementar políticas para atender a
esos pequeños huérfanos y para que no abandonen sus tratamientos.